Irene Vallejo firma ejemplares de su obra en Bruselas. Junto a ella, el profesor Pedro Jiménez.
(Foto cedida por la profesora Encarna Yañez)
Irene tiene 42 años y ya ha obtenido el Premio Nacional de Ensayo (entre otros) con su maravillosa obra EL INFINITO EN UN JUNCO, 2019. Irene tiene el doctorado en Filología Clásica (por Zaragoza y por Florencia).También estuvo en Oxford con una beca para preparar bien el libro antes mencionado.Publicó su primer libro en 2011. Ha escrito varias obras, como El silbido del arquero, basada en las leyendas de Eneas (una obra preciosa). Irene Vallejo colabora también con El País y El Heraldo de Aragón (además de otros medios periodísticos). Es muy activa en las Redes Sociales. Jamás deja un tuit sin responder.
Pero hoy nos vamos a centrar en la joya que es el Infinito en un junco.
Trata sobre el origen del libro (el junco del título no es otro que el papiro), sobre el origen de la escritura, sobre la evolución de los libros, sobre la Biblioteca de Alejandría, sobre ese afán de los humanos de dejar huella, sobre la curiosidad humana de conocer otros mundos a través de la lectura. ¡Tantas cosas en un libro!
El libro, además, está salpicado de anécdotas y reflexiones de la autora: nos habla de cine, de actualidad, de viajes, del bullying que sufrió en la escuela…
Irene, no podía ser de otra manera, es una gran defensora de los Clásicos, de griegos y de romanos.
Cuando el curso pasado, mis alumnas de Griego tomaron la iniciativa en Change.org de defender esta materia (pedían que se mantuviera en los centros, aunque no la escojan un mínimo de 15 alumnos) y las humanidades en general, Irene inmediatamente se hizo eco de su petición y la fue pregonando por los medios y defendiéndola a capa y espada.
Fue entonces cuando ella y yo entramos en contacto.
Es una persona maravillosa, capaz de hacer mil cosas al mismo tiempo (tiempo que no sé de dónde saca). Ahora anda promocionando el “Junco” por Europa. Ya ha sido traducido a muchas lenguas y está teniendo un gran éxito allá por donde es leído.
A final del curso pasado le pedí un favor: que escribiera algo para el alumnado de mi tutoría de Humanidades y poder leérselo en ese evento que llamamos graduación.
Esto fue lo que les envió:
"A todos y a cada una, mi admiración.
Vuestra profesora me ha invitado a enviaros un gran abrazo.
Os está tocando vivir un año muy intenso, que no olvidaréis. Solo quiero deciros que admiro vuestra valentía. Si estáis aquí, habéis escuchado mil veces que vayáis por el camino trillado, el que dictan los demás, el mercado y las oportunidades de trabajo.
A mí también me aconsejaron eso, miles de veces. Sin embargo, preferí la ruta del entusiasmo, de la creatividad, de mi gran pasión por los idiomas y las palabras. Así aprendí que el porvenir necesita humanistas para construir una sociedad más humana.
Por favor, hagáis lo que hagáis en el futuro, no dejéis que os digan que fue inútil descubrir quiénes somos y de dónde venimos.
Os deseo suerte y alegría, que persigáis vuestros sueños.
Sois importantes, sed infinitos."
Puede comprobarse su entusiasmo y su manera especial de escribir, con tanta pasión como ternura.
Recojo ahora aquí algunos fragmentos del Infinito en un junco, para que podáis entender su éxito. Es un libro que, a pesar de ser un ensayo (a priori, un ensayo suena a frialdad) consigue intrigarte, llevarte de viaje, transportarte en el tiempo.
Escritoras como Irene Vallejo son las que necesitamos. Mientras haya personas como ella, que escribe con ese entusiasmo, con ese dominio de la lengua, con esa capacidad de provocar curiosidad, habrá futuro.
En el prólogo de su obra:
“Siempre me asusta escribir las primeras líneas, cruzar el umbral de un nuevo libro. Cuando he recorrido todas las bibliotecas, cuando los cuadernos revientan de notas enfebrecidas, cuando ya no se me ocurren pretextos razonables, ni siquiera insensatos, para seguir esperando, lo retraso aún varios días durante los cuales entiendo en qué consiste ser cobarde. Sencillamente, no me siento capaz. Todo debería estar ahí —el tono, el sentido del humor, la poesía, el ritmo, las promesas—. Los capítulos todavía sin escribir deberían adivinarse ya, pugnando por nacer, en el semillero de las palabras elegidas para empezar. Pero ¿cómo se hace eso? Mi bagaje ahora mismo son las dudas. Con cada libro vuelvo al punto de partida y al corazón agitado de todas las primeras veces. Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajarse bajo sus pies. En el fondo, no es tan diferente de todas esas cosas que empeza-mos a hacer antes de saber hacerlas: hablar otro idioma, conducir, ser madre. Vivir.”
Una mujer: la primera ‘escritora’
“La historia de la literatura empieza de forma inesperada. El primer autor del mundo que firma un texto con su propio nombre es una mujer.
Mil quinientos años antes de Homero, Enheduanna, poeta y sacerdotisa, escribió un conjunto de himnos cuyos ecos resuenan todavía en los Salmos de la Biblia. Los rubricó con orgullo. Era hija del rey Sargón I de Acad, que unificó la Mesopotamia central y meridional en un gran imperio, y tía del futuro rey Naram-Sim. Cuando los estudiosos descifraron los fragmentos de sus versos, perdidos durante milenios y recuperados solo en el siglo XX, la apodaron «la Shakespeare de la literatura sumeria», impresionados por su escritura brillante y compleja.
«Lo que yo he hecho nadie lo hizo antes», escribe Enheduanna. También le pertenecen las más antiguas notaciones astronómicas. Poderosa y audaz, se atrevió a participar en la agitada lucha política de su época, y sufrió por ello el castigo del exilio y la nostalgia. Sin embargo, nunca dejó de escribir cantos para Inanna, su divinidad protectora, señora del amor y de la guerra. En su himno más íntimo y recordado, revela el secreto de su proceso creativo: la diosa lunar visita su hogar a medianoche y la ayuda a «concebir» nuevos poemas, «dando nacimiento» a versos que respiran. Es un suceso mágico, erótico, nocturno. Enheduanna fue —que sepamos— la primera persona en describir el misterioso parto de las palabras poéticas.”
Sobre las guerras y las bibliotecas destruidas en ellas :
"Anna llegó a la ciudad siguiendo el rastro de su único hermano, un joven periodista que desapareció allí sin explicación. La esperanza del reencuentro está condenada al fracaso en un lugar donde todas las certezas se están esfumando y la catástrofe final parece inminente. Un día, durante sus vagabundeos, Anna recorre el Bulevar Ptolomeo y desemboca por azar en la asolada Biblioteca Nacional («Era un edificio magnífico, hileras de columnas de estilo italiano y hermosas incrustaciones de mármol, uno de los edificios más distinguidos de la ciudad. Sus mejores días habían quedado atrás, sin embargo, como ocurría con todo lo demás. Un techo del segundo piso se había derrumbado, las columnas se ladeaban y agrietaban, había libros y papeles tirados por todas partes»).
Anna se instala en la buhardilla de la biblioteca junto a Sam, un corresponsal de la prensa extranjera que conoció a su hermano e inyecta vida a sus débiles esperanzas de encontrarlo. Aunque la Gran Biblioteca es poco más que una ruina, sirve de refugio para náufragos de tiempos mejores. Allí vive una pequeña comunidad de sabios perseguidos que, en una provisional tregua a sus feroces discrepancias, colabora para proteger el último caudal de palabras, ideas y libros («No sé exactamente cuánta gente vivía en la Biblioteca en aquella época, pero creo que más de cien, tal vez muchos más. Los residentes eran todos profesores o escritores, supervivientes del Movimiento de Purificación que tuvo lugar durante los disturbios de la década anterior. Entre las distintas camarillas de la Biblioteca había surgido una cierta camaradería, al menos hasta el punto de que muchos de ellos estaban dispuestos a reunirse para hablar o intercambiar ideas. Cada mañana durante dos horas [denominadas “horas peripatéticas”], se llevaban a cabo coloquios públicos. Decían que en una época la Bibloteca Nacional albergaba más de un millón de volúmenes; este número ya se había reducido mucho cuando yo llegué allí, pero aún quedaban cientos de miles, un asombroso alud de palabras impresas»).
El desorden y la catástrofe también se han filtrado en la Biblioteca. Anna observa que el sistema de clasificación se ha desorganizado por completo y es casi imposible localizar ningún libro en los siete pisos de archivos. Que un libro esté perdido en el laberinto de salas mohosas es lo mismo que si hubiese dejado de existir: nadie volverá a encontrarlo.
De repente se abate sobre la ciudad una durísima ola de frío que pone en peligro a los refugiados de la Biblioteca. A falta de otro tipo de combustible, deciden quemar libros en la estufa de hierro. Anna escribe: «Sé que parece horrible, pero no teníamos otra opción; había que escoger entre eso o morirnos de frío. Lo curioso es que yo nunca sentí remordimientos, para ser sincera; creo que incluso disfrutaba tirando aquellos libros a las llamas. Tal vez manifestara un rencor oculto; tal vez fuera solo el simple reconocimiento de que no importaba lo que pasara con los libros. El mundo al que pertenecían esos libros había terminado. De cualquier modo, la mayoría de ellos no merecían abrirse. Cuando encontraba alguno que parecía aceptable, lo guardaba para leerlo. Así leí a Heródoto. Pero, al final, todo acababa en la estufa, todo se transformaba en humo».
Así imagino a los científicos y eruditos del Museo, contemplando con espanto cómo su tesoro de hallazgos era sistemáticamente saqueado, ardía y se desmoronaba. En un imperdonable anacronismo, me parece ver a aquellos sesudos intelectuales, víctimas de un brote de humor negro y nihilista, imitando a Bajtín durante los días oscuros del cerco nazi a Leningrado. Se cuenta que el escritor ruso, fumador compulsivo, estaba encerrado en un apartamento bajo el terror cotidiano de los bombardeos. Tenía reservas de tabaco pero no podía conseguir papel de fumar. Entonces usó para liar sus cigarrillos las páginas de un ensayo al que había dedicado diez años de trabajo. Hoja a hoja, bocanada a bocanada, fumó gran parte del manuscrito, en la seguridad de conservar a buen recaudo en Moscú otra copia que, al final, en el caos de la guerra, también se perdería. Recuerdo que William Hurt cuenta la anécdota —casi legendaria— en la fascinante película Smoke, cuyo guion escribió Paul Auster. Creo que los bibliotecarios alejandrinos habrían apreciado la desesperanzada comicidad de ese relato de supervivencia. Al fin y al cabo, los libros que ellos custodiaban también estaban convirtiéndose en aire, en humo, en soplo, en espejismo.”
Entrada realizada por Encarna Yáñez (profesora de Griego y Latín)
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