“Nací en Sevilla el 5 de noviembre de 1927. Mi padre, militar, fue destinado a La Coruña y, posteriormente al Regimiento de Artillería de Vicálvaro, en las proximidades de Madrid, donde nos instalamos cuando yo tenía seis años de edad. Aquí en Vicálvaro comencé a ir al colegio, y es aquí donde tuve una de las más hermosas experiencias intelectuales, si es que a esa edad puedo ya hablar así. Durante la guerra civil, el colegio instalado en un amplio y alegre caserón del pueblo, con un jardín misterioso, con rincones secretos, invernadero y estanque, constituía nuestra delicia, en las horas de recreo. Para mí, sin embargo, el máximo atractivo de aquella época inolvidable no tenía que ver con el jardín, ni con mis amigos. Se llamaba don Francisco. Era el maestro de nuestra clase. No vivía en el pueblo. Cada día, en el autobús de línea, venía de Madrid y la mayoría de la clase lo esperaba en la parada y ya en su compañía, emprendíamos el camino de la escuela. A pesar de mis pocos años, nunca he olvidado aquella clase luminosa, cuyas ventanas recogían el verde de los árboles del jardín, ni aquel maestro joven que convertía aquellas horas en un juego maravilloso de curiosidad, de enseñanza, de alegría. Aún recuerdo sus famosas “sugerencias de la lectura”. Don Francisco nos leía pasajes del periódico, del Quijote, de algún libro histórico, y nos pedía, a nosotros que en su mayoría no habíamos cumplido los diez años, que escribiésemos libremente lo que esa lección despertaba, evocaba, aludía. He tenido posteriormente buenos maestros, sobre todo en mis años de estudiante en Heidelberg, pero no recuerdo nadie que llegase a despertar en mí, de una forma tan intensa, el convencimiento de que la educación es la clave de la vida humana, y que el aprendizaje y el conocimiento se puede convertir en una apasionante aventura. Entonces no podía ver la transcendencia que un hombre como nuestro don Francisco tenía para la madurez y la “humanización” de aquellos niños que se estaban desarrollando entre el estrépito de los bombardeos. Con el tiempo he comprendido después, en el odio que esos maestros de la República despertaron y en los estúpidos sistemas pedagógicos que, en manos de una larga serie de incompetentes, proliferaron y proliferan en nuestro país, la importancia de no abandonar la educación a esos ideólogos anquilosados que en buena parte la administran”. (Emilio Lledó)
7 de junio de 2015
Elogio del maestro
“Nací en Sevilla el 5 de noviembre de 1927. Mi padre, militar, fue destinado a La Coruña y, posteriormente al Regimiento de Artillería de Vicálvaro, en las proximidades de Madrid, donde nos instalamos cuando yo tenía seis años de edad. Aquí en Vicálvaro comencé a ir al colegio, y es aquí donde tuve una de las más hermosas experiencias intelectuales, si es que a esa edad puedo ya hablar así. Durante la guerra civil, el colegio instalado en un amplio y alegre caserón del pueblo, con un jardín misterioso, con rincones secretos, invernadero y estanque, constituía nuestra delicia, en las horas de recreo. Para mí, sin embargo, el máximo atractivo de aquella época inolvidable no tenía que ver con el jardín, ni con mis amigos. Se llamaba don Francisco. Era el maestro de nuestra clase. No vivía en el pueblo. Cada día, en el autobús de línea, venía de Madrid y la mayoría de la clase lo esperaba en la parada y ya en su compañía, emprendíamos el camino de la escuela. A pesar de mis pocos años, nunca he olvidado aquella clase luminosa, cuyas ventanas recogían el verde de los árboles del jardín, ni aquel maestro joven que convertía aquellas horas en un juego maravilloso de curiosidad, de enseñanza, de alegría. Aún recuerdo sus famosas “sugerencias de la lectura”. Don Francisco nos leía pasajes del periódico, del Quijote, de algún libro histórico, y nos pedía, a nosotros que en su mayoría no habíamos cumplido los diez años, que escribiésemos libremente lo que esa lección despertaba, evocaba, aludía. He tenido posteriormente buenos maestros, sobre todo en mis años de estudiante en Heidelberg, pero no recuerdo nadie que llegase a despertar en mí, de una forma tan intensa, el convencimiento de que la educación es la clave de la vida humana, y que el aprendizaje y el conocimiento se puede convertir en una apasionante aventura. Entonces no podía ver la transcendencia que un hombre como nuestro don Francisco tenía para la madurez y la “humanización” de aquellos niños que se estaban desarrollando entre el estrépito de los bombardeos. Con el tiempo he comprendido después, en el odio que esos maestros de la República despertaron y en los estúpidos sistemas pedagógicos que, en manos de una larga serie de incompetentes, proliferaron y proliferan en nuestro país, la importancia de no abandonar la educación a esos ideólogos anquilosados que en buena parte la administran”. (Emilio Lledó)
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Qué bonito Leonor!! y parece que todos los sabios coinciden en lo mismo: el mejor maestro el que enseña a leer, a escribir, a pensar...tan sencillo y tan divicil
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