1959
En 1959,  España todavía era  un país en blanco y negro. Las consecuencias
de la guerra aún coleaban y la gente  vivía
con resignada esperanza. Los niños y niñas que nacieron entonces no vivieron
directamente aquella posguerra de privaciones, pero sus padres, que sí la
vivieron, les inculcaron el espíritu de superación y de lucha ante la adversidad
que  aprendieron en aquellos  años  tan duros. Estos niños y niñas han  pasado  del teléfono con centralita al móvil 5G, del
parte de  Radio Nacional al televisor
plano de LED, del 600 al coche eléctrico, de la Olivetti al portátil y las
tablets, de la Gran Enciclopedia Salvat a la Wikipedia y de un sistema
educativo sin pretensiones pero eficaz a un absurdo ejercicio burocrático de la
enseñanza. Pocas generaciones  en la
Historia han tenido que aprender tanto en tan poco tiempo y han tenido que
adaptarse necesariamente a los  vertiginosos cambios de su época si no querían
perder el tren del progreso.
 Concha y Germán nacieron  aquel año. Creo que yo también nací en aquel
mes de julio. Y lo creo porque comparto con ellos un modo de estar en el mundo
que  es nuestro uniforme,  un universo común que  nos hace cómplices, como si fuéramos hermanos
que hubieran vivido bajo el mismo techo. Esta 
complicidad está por encima de nuestras diferencias, que son muchas:
Germán es una explosión de genialidad; Concha es la integridad personificada y
yo miro la vida con irritante escepticismo. Solo el “espíritu del 59” nos
cohesiona; solo aquella flemática forma de vivir que vimos en nuestros
admirados padres nos convierte en algo más que compañeros y en algo más que
amigos. A los tres nos gustaría un mundo diferente, más justo y solidario, y
los tres  luchamos, a nuestra manera y en
distinto grado,  por cambiar las cosas:
Concha,  con su fe inquebrantable en el
ser humano; Germán,  con sus acrobáticos
e intermitentes exabruptos participativos, ya sea en partidos testimoniales o
en iniciativas rocambolescas; y yo,  siempre
indagando,  empujado por la fascinación
que me produce nuestra propia existencia y la del universo mismo: ¿cómo es
posible que existamos y que, además, seamos conscientes de ello?
Concha, Germán y yo nos vamos  de la enseñanza con cierto regusto amargo: la que
hoy dejamos poco tiene que ver con la que conocimos hace más de treinta años,
cuando lo verdaderamente importante era enseñar y no tanto educar, que de eso
ya se encargaban las familias y  la
propia sociedad.  A ellos les preocupa el
devenir y el porvenir del sistema educativo; a mí, en cierto modo, también,
pero acepto resignado que esta sociedad mercantilista y de consumo desbordado  acabará 
fagocitando también la enseñanza, que se habrá convertido de facto  en un elemento más del engranaje comercial
que domina el mundo. 
A lo mejor no es tan malo que esto
suceda y lo que pasa es que  nosotros ya hemos
pasado y  somos también  pasado. Quizá sea mejor así. Renovarse o morir,
 dice el refrán; pero nosotros, después
de tantos años, y de haber cambiado nuestra piel tantas veces cual serpientes,
estamos un poco cansados de tanta renovación y añoramos  aquella  época en la que las cosas se hacían con más
calma  y se dejaban reposar, como el
arroz, para que fueran  comestibles. 
Sin embargo,  como herederos de ese espíritu luchador,
seguiremos combatiendo la apatía y la mediocridad venideras con nuestras  propias armas: la integridad de Concha, la
genialidad de Germán y mi mal disimulado escepticismo. Echaremos de menos a
todos los compañeros que en el Juande han sido con admiración y respeto y, unos
más que otros, ocuparán siempre un lugar en nuestro corazón. 
Gracias, compañeros;  gracias,  Germán y Concha; y, sobre todo, gracias  a ti, Leonor.
Hipólito
 



